viernes, 26 de junio de 2009

Aprendiendo a marcar el paso

Miércoles 07:00. Un reducido grupo de estudiantes esperaba junto a los buses de Turismo.

Mochilas grandes, cargadas con fundas para dormir y un par de botas de caucho sujetadas improvisadamente. Uno a uno fue llegando hasta que la voz de mando autorizó la partida.

Cinco horas de viaje por delante. Entre juegos de barajas, actualización de chismes e incluso tiempo para dormir, los alumnos de tercero, sexto y octavo semestre de Periodismo de la UDLA continuaron el viaje hasta Shell. Una comunidad situada a 10 minutos del Puyo, capital de la provincia de Pastaza.
A las 12:00, luego de pasar por un sinuoso camino, incluyendo túneles oscuros y húmedos, un letrero que decía “Bienvenidos a Shell” anunciaba la llegada al destino esperado.

Pequeñas viviendas de un piso y techo de eternit, daban el primer indicio del lugar. Fuerte Militar “IWIAS” decían unas letras grabadas en una enorme placa de madera.

Una vez que los buses se estacionaron, cada uno de los tripulantes cargó su equipaje en hombros y manos. Bastante pesada resultó la carga, más aún para quienes “aseguraron” sufrir de una fluida variedad de dolencias corporales.

Para las 13:00 el hambre ya empezaba a protestar. El grupo fue dividido en dos. Las mujeres se formaron una tras de otra. “Enumerarse” gritó la fuerte e imponente voz del sargento Chiluisa.
El campamento militar “Iwias” acoge a más de 600 soldados, entre aspirantes, conscriptos, cabos, sargentos y tenientes. El color verde camuflage es el principal distintivo y decorativo del lugar.

Durante la primera formación se hizo la entrega de materiales especiales, de la milicia, para ser utilizados el día siguiente durante la estadía en la selva amazónica. Una mochila verde, cobija, hamaca-toldo, tela paraguas, poncho de aguas y una cantimplora se sumaron al equipaje de los estudiantes.

Nuevamente formados, en escala de tres, siguieron la fila para el almuerzo. Primero se debía tomar una bandeja plástica, luego los platos y un vaso metálico. Quien no llevó cubiertos debió esperar a que alguno de sus compañeros terminara de comer para usarlos luego.

A las 14:30 un grupo de uniformados conscriptos fueron llamados por sus superiores para cargar el equipaje de los recién llegados. Se deben bajar 150 gradas de cemento para llegar al campamento, conformado por tres cabañas de madera, cubiertas con techo de zinc.

Luego del almuerzo vino la emoción. Eran las 16:40 y tras hacer el intento por aprender a atar cabos, los estudiantes decidieron apostarle a la adrenalina. Sujetados por varios cabos especiales fueron descendiendo por la pista de salto. “¿Por quién va a saltar?” preguntaba otra voz, fuerte y atemorizante. “Por mi santa madrecita” respondió José Mieles, estudiante de sexto semestre, antes iniciar el descenso.

La noche estaba cerca. La lluvia se hizo presente. Todos estaban empapados. A los militares, el aguacero no parecía inquietarles en lo absoluto.
La merienda fue distribuida de la misma manera que el almuerzo. Por un momento, escenas de la película “Pantaleón y las visitadoras” fueron representadas en la expresión de los cientos de soldados que admiraban boquiabiertos a las jóvenes citadinas que habían llegado al campamento.
Los “IWIAS” conocidos como “Demonios de la Selva” son nativos de Pastaza. En un gran número han pasado a formar parte de las filas militares del Ecuador. Por su espíritu aguerrido y su valor, son considerados como los mejores soldados de guerra.

Después de la merienda los estudiantes fueron trasladados a un lugar especial. Con plumas en la cabeza, cubierto únicamente con una falda de bejucos, el shaman y teniente Aguinda, estaba presto para iniciar la limpia. Un ritual acostumbrado por los nativos para enviar buenas energías a los soldados en ciertas actividades riesgosas.

Eran las 20:00. Parecía que la lluvia iba a acabar con el techo. Tanteando a ciegas las piedras, para no tropezar en el camino al campamento, los estudiantes caminaban guiados por los sargentos y una sola linterna. Las últimas instrucciones fueron dadas y cada quien preparó su bolsa de dormir hasta cuando se apagaron las luces.

"A levantarse señoritas. En 20 minutos salimos" anunció el teniente Benalcázar, el duro entre los duros. A las 04:00 resulta un tanto difícil despegar los párpados. Todo lo necesario debía estar listo y empacado en la maleta verde.

Una vez que todos desayunaron empezó la caminata. Troncos delgados e inestables formaban parte del camino enlodado y fangoso. “Selva” gritaban los chicos cuando alguno caía en el lodo.
La lluvia no quiso perderse la travesía. El poncho de aguas ya casi no protegía las espaldas cansadas por el peso del “material de supervivencia”.

Dar un paso resultaba tedioso por el lodo y las piedrecillas que se incrustaban en cada caída.
Para las 10:00 el shaman Aguinda hizo una demostración sobre medicina natural de la selva. Un brindis con licor de hierbas amenizó el ambiente mojado.

“Si un soldado se pierde en la selva debe saber cómo sobrevivir” afirmó el teniente Benalcázar, mientras explicaba cómo construir trampas para cazar animales, sea en la tierra o en el agua.

Al parecer el clima no benefició mucho al aprendizaje. El reloj marcaba las 14:00 y nuevamente los estómagos se alzaban en protesta. “El mejor manjar de los dioses” afirmó Belén Rosales, de octavo semestre, al probar el primer bocado de carne de mono asada.

El arroz fue cocinado en pedazos de caña guadua. “Es la chicha más deliciosa que he probado en mi vida” comentaba la profesora Martha Córdova con uno de sus estudiantes.

El hambre había sido aplacada. La caminata debía continuar. Pronto serían las 15:45 y la siguiente parada fue en un pequeño zoológico, construido por los soldados.

Monos araña, pericos, loros y cuchuchos se paseaban por las pequeñas chozas que formaban parte de aquel acogedor espacio.

“Deben aprovechar la luz del sol para armar las hamaca-toldos” ordenó el teniente. Fue ahí cuando comenzó la verdadera tarea difícil.
Templar cada una de las puntas de tela de la hamaca para amarrarlas a dos o tres árboles cercanos, que debían coincidir en una posición paralela.

18:00. El hambre nuevamente se manifestaba y la oscuridad empezaba a alojarse entre las ramas de los árboles.

Puñados de arroz, latas de atún, galletas de sal y sobres de sopa instantánea fueron entregados a cada uno de los jóvenes.

“Nunca antes había vivido algo así” dijo Juan Carlos Puebla, tercer semestre, luego de preparar la sopa en una de las pequeñas ollas metálicas. Utilizando las latas, algodón y repelente obtuvieron fuego.

El reloj parecía tener pereza. Los minutos pasaban lentamente.

“Es hora de dormir señores” dijo la misma voz de mando del teniente.

Apenas eran las 24:00 y conciliar el sueño era imposible. La hamaca dejó de serlo y se convirtió en piscina. La lluvia se filtró en la tela para-aguas. La cobija, por ende, estaba ensopada.

El frío congelaba los pulmones. Se podía escuchar claramente a los grillos silbar, mientras algunos animales caminaban rápidamente debajo de las hamacas.

El descontento no se hizo esperar. Sólo 15 de los 72 estudiantes decidieron apostarle a la hamaca toldo. Los demás tomaron algunas de sus cosas y se reunieron en las chozas del zoológico para pasar la noche.

Jueves 04:15. “Diez minutos para salir” ordenó el teniente Benalcázar. Si durante el día la caminata en el lodo resultó complicada, en la oscuridad fue peor.

En medio de reclamos y quejas a las 06:30 estuvieron todos de regreso en el campamento.
Mojados, cansados, y algunos furiosos, los estudiantes de la UDLA recogieron su equipaje.

Catimploras, ponchos de agua, vajillas perdidas. Dos dólares extra fue el monto que canceló todo el grupo debido al “descuido” de algunos compañeros.

Una prueba no superada. La supervivencia fue utópica. Pero la experiencia única e irrepetible.


Por: Fernanda Morán


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